La verdad, política o normativa, no filosófica ni ontológica, por tanto instituida, no es ni más ni menos que la preponderante en un circuito de poder que delimita reglas de juego no del todo claras como tampoco absolutamente difusas. Lo evidente como condición necesaria de la transparencia y su suficiencia, impone un dispositivo en donde el resultante es la tarea del aquí y ahora. Nos transformamos, por acción u omisión en un algoritmo que dirá cuánto hemos acumulado en un contante y sonante que siempre nos será excesivo y por sobre todo, nos excederá.
Ufanarnos de nuestras faltas de falta, de nuestra nulidad de carencia, nos conmina en la profundidad ciega de lo incierto. En tal vacío intolerable, debemos demostrarnos, sin embargo, lo contrario. La palabra como posibilidad de conceptos, como intención de comunicación, crea el absurdo de que creamos sin ver ni de ninguna otra percepción que provenga de los sentidos. Precisamente en el sinsentido de los vocablos, de los signos, nace la significación, se entrelazan, disputan, aparean y replican los significantes. Nace la elucubración de lo ente, las representaciones de lo que somos y de lo que pudimos ser. Entendiendo el origen de nuestros deseos limitados, las verdades subjetivas, que nos sujetan y nos hacen sujetos, jamás podrían ser absolutas, eternas e inmutables. Tampoco lo otro, su opuesto, el relativismo desenfrenado que siquiera nos posibilita que nos entendamos. En tal anarquía donde se consuma la individuación, prevalece la disposición darwiniana de la supervivencia del más apto. Por tanto, aquí ofrecemos, sin más razones que las expuestas que las que expusimos y que seguiremos exponiendo, sin menos que otras tantas que se validan en recintos en donde el saber normativo, se regula bajo pautas de distribución de recursos, de grados académicos o de investiduras que pretenden vestir la desnudez primigenia de lo humano, un pliegue, una perspectiva, una posibilidad, que pueda ser considera para una construcción de mayoría ciudadana, siempre circunstancial como abierta al ensamble de críticas que se le puedan y deban realizar.
El común democrático, como conjunto de valores defendido y dimanado de los representados y gobernados hacia los representantes y gobernantes, no debe ser impuesto como verdad incontrastable, como sendero único o alternativa superior, sacra o divinizada. No necesitamos el derrotero de la prueba constante, a decir de Braque, G. “Con las pruebas, fatigamos la verdad”, el persistente proceso procedimental en el que estamos absortos desde hace tiempo, cuál ave de luz en un túnel oscuro. Así cómo no hubo discípulo para Paracelso en el cuento de Borges, tampoco habrá salida a la sociedad de control desde las letras, que distorsionan las estructuras y dispositivos, propuestas por el filósofo surcoreano, convertido por su nación de adopción y directivos editoriales, en una de las tantas sirenas a las que no escuchará el Ulises actual en que nos hemos transformado cuando afirma : “La confianza solo es posible en un estado medio entre saber y no saber. Confianza significa: a pesar del no saber en relación con el otro, construir una relación positivas con él. La confianza hace posible acciones a pesar de la falta de saber. Si lo sé todo de antemano, sobra la confianza. La transparencia es un estado en el que se elimina todo no saber. Donde domina la transparencia, no se da ningún espacio para la confianza” (Chul Han, B. “La sociedad de la transparencia”. Herder. Barcelona.2013. pág., 91).
¿Acaso, persigue el poder judicial, una pretensión de verdad? ¿A los efectos que los representantes que la constituyan en representación del soberano, la conformen bajo ese sentido, posibilitando la confianza que deba alumbrar ante la ciudadanía?
Insistimos siempre en remarcar su condición de ser el poder, performativamente, menos democrático y más poderoso, por tal condición de facto, de los poderes de un estado, el ministerio público, en su condición acusadora, al formar y dotar de poder a su ejército de fiscales, no los prepara a estos para la búsqueda o adquisición de la verdad, sino a la recolección de pruebas o evidencias, bajo reglas normativas procedimentales . Remarcamos que son finalidades bien distintas y disímiles en todo caso, el afán de encontrar la verdad, que la ulterioridad de obtener una prueba para demostrar algo. Si pretendiera lo primero, el poder judicial, formaría a sus fiscales en filosofía, que es la senda de la búsqueda de la verdad, sin embargo los conmina al ejercicio jurídico de aprenderse de memoria un conjunto de preceptos para cumplir órdenes donde se privilegia el método y no la finalidad. La prueba de algo (que no necesariamente puede ser la verdad) y no la verdad misma. Se abre aquí la grieta entre lo cierto y lo verosímil. Lo justo pasa a ser lo imposible de demostrar lo verdadero que en su condición natural es variable e inasequible.
No puede existir idea entonces de lo justo, lo adecuado o lo correspondiente en la integración o conformación de un tribunal del judicial. El laberinto procedimental, encontrará sus vericuetos en las débiles argumentaciones de las letras ahuecadas de normativas que están allí para ser permeadas por la hermenéutica y por la disposición de la política, entendida ésta como las tensiones del poder donde todo vale. En Argentina observamos como la integración de la Corte Suprema de Justicia de la Nación se constituye en el tema central y basal de la política nacional y de tal resolución se continuarán los resultados que impactarán más profundamente que los resultados económicos o los posicionamientos en la política internacional. Nada o muy poco, interceden o condicionan los ciudadanos comunes o la cháchara de la democracia participativa o el bluff de la democracia vinculada a su valor en lo electoral. Que un senador estampe la firme en un proyecto, sin que se adscriba a lo que resuelva su partido que lo ungió en su banca, a través del voto de sus representados, es más que la prueba de lo que expresamos, el síntoma o la verdad de nuestro aquí y ahora institucional. El poder no busca verdades, tampoco necesita pruebas, apenas brinda suposiciones para crear una narrativa que haga soportable que los ciudadanos, somos apenas la excusa perfecta para que vivamos dentro de un sistema de procedimientos, donde supuestamente tenemos el derecho de tanto en tanto, a la solicitud, la queja o el reclamo.
No es nueva la observación, ya la brindó magistralmente Foucault, M, en la conferencia “La verdad y las formas jurídicas”: "La hipótesis que me gustaría formular es que en realidad hay dos historias de la verdad. La primera es una especie de historia interna de la verdad, que se corrige partiendo de sus propios principios de regulación: es la historia de la verdad tal como se hace en o a partir de la historia de las ciencias. Por otra parte, creo que en la sociedad, o al menos en nuestras sociedades, hay otros sitios en los que se forma la verdad, allí donde se definen un cierto número de reglas de juego, a partir de las cuales vemos nacer ciertas formas de subjetividad, dominios de objeto, tipos de saber y, por consiguiente, podemos hacer a partir de ello una historia externa, exterior, de la verdad. Las prácticas judiciales —la manera en que, entre los hombres, se arbitran los daños y las responsabilidades, el modo en que, en la historia de Occidente, se concibió y definió la manera en que podían ser juzgados los hombres en función de los errores que habían cometido, la manera en que se impone a determinados individuos la reparación de algunas de sus acciones y el castigo de otras, todas esas reglas o, si se quiere, todas esas prácticas regulares modificadas sin cesar a lo largo de la historia— creo que son algunas de las formas empleadas por nuestra sociedad para definir tipos de subjetividad, formas de saber y, en consecuencia, relaciones entre el hombre y la verdad que merecen ser estudiadas”.
En su afán filosófico, Foucault, sin embargo comete un error semántico. Se esfuerza en maridar o vincular, una noción de verdad para las formas jurídicas, cuando en verdad no existe pretensión alguna de la misma, desde la constitución, institución y ulterioridad del poder judicial. Este a lo sumo, busca hacer evidente o verosímil, el curso de un procedimiento, nada más ni nada menos que ello. La pretensión de verdad, vuelve a quedar en el ámbito de lo filosófico.
Un tribunal como la corte suprema de justicia de la nación, no es más que otro terreno en disputa de la política en su concepción de toma y daca y del resultante de tal juego como la acumulación de espacios en su condición de “botín”.
No se trata de las formas, los procedimientos, en la actualidad en disputa política-jurídica, de los integrantes de la, o de una, corte de justicia. Tampoco de la condición de idoneidad, establecida en la CN Argentina, de la integridad moral (no explicitada en ninguna normativa) o del género de sus integrantes (sendero aún activo de disputa en relación a la equidad para ciertos colectivos ideologizados). De lo que se trata es que al menos un poder del estado, se fije como meta la persecución de lo cierto o verdadero, más allá de o a pesar de sus formas o procedimientos. Y en esta búsqueda, debieran estar los gobernantes y los representantes del pueblo.
Los filósofos, estamos y estaremos para brindar estos planos teóricos, que esperamos, puedan despertar o generar algún tipo de reacción o comentario, ante la tribuna que cada vez más dispersa, solamente es convocada, para que en masa, pongan cuerpos contra cuerpos y se desaten con ello la posibilidad de episodios violentos y el consecuente anegamiento de la posibilidad de razón y pensamiento.
P𝐨𝐫 Observatorio de las actuaciones del poder judicial de Corrientes. Centro Desiderio Sosa.